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Retrovisores, farolas y otros destrozos

Artículo de opinión

juan carlos fernández

Sábado, 31 de marzo 2018, 06:14

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Leo en una red social que menudean los actos vandálicos (que algún moderno denominaría de baja intensidad), y que han tenido como objeto los retrovisores de vehículos estacionados en la vía pública. A fe mía que, por mucho que no sean hechos graves, suponen un fastidio para el perjudicado que, de añadidura, además del enfado morrocotudo suele tener que rascarse el bolsillo. Como da la casualidad de que quien escribe esta crónica urbana también ha sido afectado varias veces, les pongo en prevengan: no encontrarán en estas líneas excesiva comprensión para con los mamarrachos destrozones.

En fin, que un día son los retrovisores, otro las fachadas o las farolas... ¿Qué es lo que pasa? ¿Cuáles son los motivos que llevan a un individuo a abrazar la doctrina de los cafres? ¿Frustraciones, desahogo frente a una sociedad opresora, tormentas hormonales...? Empezaremos por no perder de vista que todos hemos sido jóvenes y que trastadas hemos cometido a mansalva. Pero, ¿con la asiduidad con que las padecemos ahora? ¿Con el mismo desparpajo? ¿Con la misma despreocupación? Lo niego. Antes teníamos un doble temor: a la autoridad, que no se andaba con chiquitas, y a tus padres, que lo hacían aún menos. Ahora no pasa nada; si acaso (y no conviene generalizar, claro, pero uno ha visto ya muchas cosas), que si se llama la atención a un menor puedan montan en cólera sus papás y abronquen a la autoridad. Y claro, como además campa por sus respetos una cierta cultura de la «playesteision», a saber, que puedes revivir indefinidamente porque siempre puedes empezar otra partida, y muchos se piensan que la vida es como uno de esos videojuegos, pues ya me dirán. El hambre y las ganas de comer. Por supuesto, muchísimos jóvenes (supongo que la mayoría) nada tienen que ver con aquellas actitudes, con esa forma de conducirse; incluso los hay con la cabeza muy bien amueblada. Es a los cafres a quienes me refiero.

Les contaré una anécdota que me ocurrió en mis ya lejanos tiempos de munícipe. Sorprendieron los policías locales a unos chavales destrozando las bombillas de unas farolas. Al conocerlo (y como años atrás había leído a Hermann Hesse que los malos tragos son siempre una escuela buena y enérgica), llamé a los padres y les pedí que, para evitar un expediente sancionador, para no tener que hartarnos de escribir papeles en los que figuraran sus hijos, les abroncasen y pagaran a escote los daños. Acogieron mi propuesta, contentos y agradecidos, conscientes de que se evitaría el escarnio, y me prometieron que amonestarían a los niños. Animado por esta responsable respuesta, al cabo de unos meses intenté la misma fórmula con otros muchachotes que habían sido cogidos «in fraganti» en otra barbaridad. Convoqué a los padres y, sin más, me espetó uno de ellos que si yo pensaba que su hijo era un delincuente para llamarlo al Ayuntamiento por semejante tontería. «Pues nada, váyase, que ya no le molesto más», respondí al rugiente. Y, con las mismas, ordené que se formara el expediente y propuse la sanción pertinente. Penoso, ¿verdad? Pues eso.

Hombre, si viviésemos en los tiempos del conde de Revillagigedo, virrey de Nueva España, que se propuso poner presentable la ciudad de México e hizo construir saneamientos, y empedró las calles y puso farolas, lo hubiesen tenido más crudo. Porque el conde dispuso que todo aquel que rompiera una farola fuese cinco años a prisión. ¡Calma, esto es una exageración, otros son los tiempos! Pero, entre la cárcel y la impunidad, conviene que haya una justa y proporcionada sanción que sirva de escarmiento a los transgresores del respeto. Digo yo que si por golpear a un perro se te cae el pelo, algo habrá que hacer con quien destroza el mobiliario urbano o los bienes de los sufridos vecinos. Algo ejemplarizante e, insisto, proporcionado.

Decía Joaquín Costa que en España necesitábamos escuela y despensa. Como afortunadamente el siglo XIX quedó muy atrás, la despensa no está muy mal, aunque algunos pasen dificultades. Y escuelas hay, y muchas. Otra cosa es que en las aulas se infunda suficientemente el sentido cívico, la urbanidad y el respeto, o que esto sirva de algo. Claro está, eso son antiguallas de carcas, ¿no? Pues entonces para qué vamos a enseñar esas cosas en casa, eso ya no se lleva. Me malicio que por ahí puede empezar el daño. Porque no se embridan las pulsiones desbordantes de aquellos jóvenes que, hasta el tapón de hormonas (y algunos de otras sustancias), se desfogan contra los bienes ajenos, públicos o privados. Porque saben de su práctica impunidad. Porque pueden llegar a creer que todo vale, que nada ni nadie puede oponerse a sus caprichos. De modo que, aunque la tentación siempre sea echar pestes contra los agentes del orden cuando ocurren estas cosas, convendría tener muy presente, antes que nada, que el culpable del destrozo es quien lo provoca. Y que para la autoridad no es fácil coger con las manos en la masa a los gamberros; entre otras cosas, porque si yo quiero romper una bombilla me cercioro de que la policía no ande cerca. Todo esto sin perjuicio, no faltaría más, del mayor celo en la vigilancia (que no pongo en duda) y de disponer de los medios apropiados. Y, ojo, es necesario el concurso decidido, voluntad política como se dice habitualmente, de alcaldes y concejales.

Insisto: civismo, urbanidad, no son sino formas de respeto. Cuando el respeto falta, todo lo demás (y no sólo las farolas) suele ir bastante de cabeza.

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