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Hermanamientos

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Artículo de opinión publicado en el número de febrero de Hoy Zafra

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ

Domingo, 5 de marzo 2017, 08:02

En no pocas ocasiones tiene uno la sensación de que la burocracia europea es un monstruo que se retroalimenta eficientemente, de tal modo que si las fronteras han desaparecido y uno puede circular libremente entre los estados de la Unión, los obstáculos vienen impuestos por el maremagno de normas de todo rango que, nos guste o no, se superponen a las legislaciones nacionales con fuerza de obligar. Que se lo digan a los agricultores, que ahora deben de estar más pendientes de sus gestorías que del tiempo.

Sin embargo, el concepto de unión lleva aparejado algo más que simbolismo: se necesita un corpus normativo que haga efectivas las ventajas de la libre circulación de personas y de mercancías, que homogenice procedimientos, que tienda a que el ciudadano perciba una imagen común. Lo que pasa es que tanta maraña hace difícil ver el fondo. Los españoles, quizá, nos vemos más apabullados aún porque al torrente legislativo europeo hemos de sumar el nacional, que incluye el de las diecisiete autonomías.

Es inevitable que esto dé lugar a algunas ineficiencias, aunque probablemente el balance global sea positivo. Europa no es, por mucho que pueda parecerlo, una entelequia. Históricamente es una realidad. Culturalmente hay suficiente sustrato para alimentarla. Espiritualmente tiene raíces comunes. La cuestión es si somos suficientemente conscientes de la importancia del proceso que se inició cuando unos líderes con visión de futuro apostaron por dejar atrás siglos de conflictos para encarar un sistema que permitiera que todos pudieran vivir en paz y en libertad.

Acaso la lejanía de las instituciones, la percepción de la hiperburocracia a la que antes me refería, y la imagen de privilegiados que tenemos de nuestros representantes, distorsionen lo que no es sino una realidad gozosa, aunque perfectible, no faltaría más. Por si estos obstáculos fueran pocos, ahora se suman las pulsiones ultranacionalistas y, por lo tanto, disgregadoras: ahí está el llamado Brexit , en virtud del cual el Reino Unido recupera su pulsión insular, como si en lo sucesivo todos sus problemas se fueran a solucionar de inmediato; es decir, nos vamos de Europa porque allí radica nuestro principal problema. Como superar todas esas dificultades parece fundamental, los instrumentos que lo faciliten han de ser bienvenidos. Uno de ellos, no siempre bien comprendido, es el hermanamiento entre localidades.

Básicamente se trata de establecer relaciones entre pueblos que tengan alguna característica común y crear canales de comunicación que enriquezcan en todos los órdenes a las ciudades hermanadas.

Se tata, me parece, de conocernos mejor entre vecinos, de acercarnos a otras costumbres y modos de entender la vida social, de aprender idiomas, de disfrutar de los países interrelacionados. O, por resumir, de darnos cuenta empíricamente de que somos europeos encontrando en las relaciones mutuas las características comunes que atesoramos. Evidentemente, los hermanamientos no son patrimonio exclusivo de los países europeos: son igualmente recomendables con otros continentes. Pero hoy, aquí, nos mueve el interés por nuestra Europa, que tan necesitada está de autoafirmarse frente a las tentaciones desintegradoras.

Ocurre que, en muchas ocasiones, los hermanamientos son mal entendidos y quizá peor ejecutados. No se trata de organizar viajes de ida y vuelta entre alcaldes y concejales que son agasajados y elaboran floridos discursos: esto es necesario, pero solo es una fase previa. Lo que conviene perseguir para que el esfuerzo sirva para algo es que el flujo no sea exclusivamente de cargos políticos, sino también de ciudadanos de a pie, de empresarios, de turistas, de ideas...

Esto requiere, es evidente, un esfuerzo económico notable y, con certeza, los tiempos no están para tirar cohetes. Pero no hay que perder de vista que la inversión cultural en afirmar la identidad común es absolutamente necesaria para reforzar la fuerza de cohesión que nos une. En Zafra hemos suscrito varios hermanamientos.

Yo he conocido y he participado en la gestación de uno de ellos, con Rambouillet, en Francia. Quienes me siguen me han escuchado y leído con alguna frecuencia refiriéndome a esas relaciones y conocen mi opinión absolutamente favorable a que no sólo se mantengan, sino a que también se incrementen y se busquen fórmulas que permitan extraer todos los beneficios recíprocos que pueden derivarse de ellas. Creo, en este sentido, que en la localidad francesa nos aventajan, y no se trata sólo de una cuestión presupuestaria.

Ellos sostienen jumelages con otras ciudades del Reino Unido, de Alemania, de Bélgica y creo que también de Italia. Y tienen constituidos órganos para la (como se dice ahora) dinamización de los hermanamientos. Además, y en esto nos ganan por goleada no solo en Francia, son cuidadosos con detalles y símbolos. Podría ponerles aquí varias anécdotas que acreditarían lo dicho y que deberían despertar en nosotros un sano afán de emulación. No hay espacio para ello, qué le vamos a hacer.

Concluyo diciéndoles, si me lo permiten, que de Rambouillet extraigo una conclusión: su patriotismo francés no eclipsa su vocación netamente europea. Algo muy de agradecer en los tiempos que corren. Correlativamente a esto, opino que quien piense que eso de los hermanamientos no son sino ocurrencias, está despreciando una interesante herramienta para reforzar nuestros cimientos. No son estos tiempos de nacionalistas de campanario. Ni de paletos pre o posmodernos. Creo.

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