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Breve apunte sobre turismo y choque cultural

«En 1964, el alcalde de Zafra, Antonio Chacón, haciendo gala de un espíritu abierto y comprensivo, sostuvo que el turismo propiciaba la cultura»

Juan Carlos Fernández

Domingo, 5 de noviembre 2017, 18:42

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Ignorar el alcance del fenóme-no turístico en una sociedad como la española no es si no desconocer que gozamos de un potente motor, impulsor desde hace décadas de nuestro desarrollo económico, aunque haya tenido contrapartidas indeseadas como algunos desastres urbanísticos. Un progreso que no sólo se tradujo en la afluencia de divisas: el flujo de visitantes de países occidentales, ansiosos de sol, playa y tópicos subsistentes desde el Romanticismo, ciudadanos que dis- frutaban de democracias consolidadas, supuso un enriquecedor contraste, de tal modo que eso que pudiéramos denominar liberalización de las costumbres tuvo mucho que ver con la observación del extranjero y sus chocantes modos. Efectivamente, la España de los años 50 y 60 aún renqueaba por causa de las heridas de todo tipo de la Guerra Civil, si bien desde 1959 el panorama económico empezó a cambiar y se llegó al espectacular desarrollismo, auténtico milagro económico que, por extraño que pudiera parecer, convivió aún durante años con un doble oscurantismo: el de la incultura de siglos, asociada leal de la miseria y de la superstición, y el que imponía un régimen dictatorial que embridaba cualquier desmadre intelectual. La mejora de la capacidad económica, con clases medias que se consolidaron, y el turismo fueron factores eficientes para que esto fuese cambiando. Evidentemente, no se puede pretender que el cambio de mentalidades se produzca de un día para otro. En el caso de la comprensión de la explosión turística en España, esto no fue una excepción. Les pongo algún caso que, con certeza, hoy hasta nos hace sonreír. Por ejemplo, el popular fenómeno del campismo, el camping, no fue bien visto por el régimen del general Franco en sus primeros años por dos motivos bien distintos: porque en ellos los ex- tranjeros podrían vivir a su manera disoluta y, mucho ojo, porque sospechaban que esa práctica ¡fa- voreciese encuentros con el maquis! Esto, con el paso de los años, cambió sustancialmente. Otro caso: el obispo de Ibiza tildaba a los extranjeros de indeseables e indecorosos, y les acusaba de crear un ambiente maléfico que pervertía y corrompía a la juventud. Pero no crean que esto sólo ocurría en España. La iglesia ortodoxa griega imploraba a Jesús su misericordia ante la oleada turística mundial que, decían, azotaba a su tierra y a sus monasterios. Protege a nues- tros hermanos que están siendo penosamente probados por el espíritu modernista de esos invasores occidentales. Sería fácil colegir que el clero se erigía en intransigente muro de contención contra la disipación. Pero sería injusto. Porque del mismo modo que hubo prelados con- trarios a todo cuanto tuviese atis- bos de lo que calificaban de impiedad, las cosas se veían de otro modo en la Iglesia del aggiornamento. El propio Pablo VI ponderaba el fenómeno turismo por cuanto satisfacía la aspiración humana de viajar y de conocer pueblos y paisajes nuevos, y, de añadidura, constituía un factor eficaz en la formación cultural moderna. Y no sólo en la más alta jerarquía de la Iglesia católica se pronunciaban con tolerancia. En 1967, el Obispado de Bilbao afirmaba que había que comprender los modos de vida y de hacer de los extranjeros, y que esa convivencia debía suponer ocasión para el diálogo, para el enriquecimiento mutuo de ideas; no había que imponer, argumentaban, sino de convivir con aquellos que necesitan de la libertad para practicar su verdad. Nada retrógradas, antes al contrario, estas palabras. Des- cartemos, pues, la generalización grosera y constatemos que ante el choque cultural y religioso hubo quien lo afrontó desde la tolerancia. Y no sólo se pronunciaban los sacerdotes. En la sociedad civil, que había de contemplar la mez- cla de prevenciones religiosas, políticas y morales, algo que proba- blemente durante aquellos años fuese un todo, también surgieron voces que proclamaban la necesi- dad de atender al fenómeno de un modo sereno y sin ira. En Zafra, en 1964, se pronunció su alcalde, Antonio Chacón, que hizo gala de un espíritu abierto y comprensivo. Sostenía que el turismo servía como tónico de las relaciones humanas y propiciaba la cultura. Decía que aunque introdujera costumbres disolutas y propiciara la desviación religiosa, y más allá de la protección legal que gozaba la religión católica, todos los que nos llamamos católicos necesitamos un fiel contraste para que cada cual aprecie la verdad de su fe y la firmeza de sus convicciones. Ni que decir tiene que admitir el fiel contraste es comprender que las ideas de uno, por muy arraigadas que estén, pueden ser ponderadas con las ajenas. Eso se llama tolerancia. Y lo proclamó un hombre del régimen del general Franco. Un excelente alcalde y, por lo que todos cuentan, una excepcional persona. Muchos de los integristas sedicentes progresistas, agreden al turismo con mayor o menor intensidad, lo consideran una especie invasora. Lo hemos visto, entre otros lugares, en Bar- celona. Volvemos al pasado más rancio, por mucho que se crean modernos. Y, de añadidura, al integrismo suman la estupidez de tirar piedras contra el propio tejado.

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